Antes de verla publicada en el Interviú he decidido anticiparme
al escándalo y ser yo mismo quien os muestre esta foto mía en pelotas. Si, ese
cochinillo con el pelo cortado a tazón que emerge de las aguas cual Venus es un
servidor. La foto no tiene ninguna fecha escrita al dorso pero por mi aspecto
supongo que yo debía de tener un añito más o menos así que la foto debe datar
del año 77 o 78 del siglo pasado. No tengo apenas fotos de mi niñez y me hizo
mucha ilusión encontrar esta hace unos meses perdida entre las paginas de un
viejo álbum perdido a su vez entre los mil y un trastos que hacen intransitable
el sótano-museo de mi casa de Ciempozuelos. Al descubrir la foto me sentí como
Amelie y si fuese de llanto fácil (lo soy pero siempre por lo peor y no por lo
mejor) habría llorado al ver a ese pequeño cebón a remojo en una palancana. Me
acuerdo de esa palancana. Con ella se lavaba mi abuelo cada mañana en el patio
de aquella casa que ya no existe. Mi abuelo se lavaba como se lavaban todos los
abuelos, como se lavaban los viejos de toda la vida. Primero la cara, luego el
cogote y las orejas y por último los sobacos y el torso. Supongo que solo al
rollizo nieto le estaba reservado el placer de meter el culo en la palancana.
La lolita morena que enseña sus blancas bragas al fotógrafo
es mi hermana. Se la ve más suelta que a mí, al menos ella mira a la cámara
mientras que yo, que nunca he sido muy espabilado, miro hacia otro lado
buscando sin duda las musarañas que aún sigo sin encontrar. Ahora que lo pienso
esta foto está llena de erotismo infantil. Niños, bragas y un atractivo desnudo.
Joder, espero que la foto no acabe en la pantalla del ordenador de algún
hijodeputa desviado con los pantalones por las rodillas y la mano en la
zambomba.
Ya he dicho que recuerdo la palancana de mi abuelo. También
recuerdo esa mesa, esa silla, esa cortina psicodélica en la puerta del baño,
esas hojas de parra, ese patio. En esa mesa se peleaban mis clicks de
Playmobil, mis únicos dos clicks, uno calvo y otro manco. Los tres
juntos vivimos aventuras que ríete tú de Frodo Bolson. Esa silla era el
trampolín desde el que cada verano saltaba hacia los diez centímetros de agua
de mi pequeña piscina hinchable. Esa cortina psicodélica fue la portería donde
metí mis primeros y mejores goles a costa del portero más inútil del mundo, mi
amigo invisible. Esa parra fue mi jungla virgen, me dio sombra, me dio uvas y me
regalo alguna que otra cicatriz tras despeñarme en busca del racimo más alto. Ese
patio fue mi mundo, mi tierra, mi auténtica patria.
Es curioso pero la verdad es que al empezar a escribir
pensaba solamente en hacer burla de mi aspecto de cachorro de hipopótamo.
Quería reírme de mis lorzas, de mi cara de melón y de la cadenita de gitanillo
que me cuelga desde el pecho hasta esa barriguita que ya apuntaba maneras. Pero
en lugar de eso me ha salido un retrato costumbrista de mi infancia. No sé de
donde me ha salido pero me gusta.