.
Creo que ya os he contado alguna vez que me suelo cortar el pelo en una escuela de peluquería que hay cerca de Atocha. No es que vaya de guay, que también, sino que solo me cuesta cinco euros y me siento bastante más atendido que en mi pueblo, donde te clavan doce pavos y en diez minutos te espabilan con el corte de pelo estándar del ciempozueleño medio. En la escuela me tiro una hora sentadito en mi sillón, contando por esta boquita como quiero que me lo corten, cogiendo ideas de catálogos con modelos que estarían guapos hasta con la calva de mi padre y siendo supervisado cada pocos minutos por el profesor no vaya a ser que un alumno fumeta te la líe. Eso es lo malo, si te toca la más lista de la clase te deja tan guapo que no te besas porque no te llegas pero si te toca el más cerril es mejor que te lleves una gorra por si acaso. A mí una vez y por innovar demasiado me dejaron como a Bimba Bose. El corte de pelo en cuestión se llamaba “desconectado” y consistía en una especie de pelo a tazón picasiano, con un flequillo asimétrico que me tapaba un ojo si y otro no. Hay que ser muy pero que muy guapetón para no parecer idiota con ese pelo y a mí me tocó aguantar un pitorreo bastante majo en mi pueblo. Desde entonces no he vuelto a desconectarme el pelo y he seguido caminos menos arriesgados, pelo corto por los lados y revuelto por arriba, un básico. El otro día volví a la escuela para que me podasen un poco y llegué tan pronto que acababan de abrir y yo era el primer cliente-cobaya del día. Me pasaron al lavadero y una simpática alumna llamada Alba me lavó el pelo durante un buen rato. Me chifla esta parte, me encanta meter la breva debajo del agua tibia y sentir las manos de la peluquera sobeteándome. Me relajo tanto que algún día se me va a escapar una baba. Una vez lavadito me dirigí con mi toalla en la cabeza hacia uno de los sillones frente a los espejos y esperé hasta que vino el profesor, me preguntó como me lo quería cortar, me giró un par de veces la cabeza con la mano, me pasó la mano por el pelo y me dijo: “hoy te lo voy a cortar yo y no te vamos a cobrar ¿vale?...chicas venid aquí”. Las “chicas” eran veinte alumnas de primer curso de peluquería ansiosas por asistir a la primera demostración práctica de corte masculino. Menudo papelón. Toda la clase se situó detrás de mí y durante una eterna hora y media estuvieron mirando mi cogote con atención. Yo no sabia donde mirar pues tenía delante un espejo donde veía a todas las chicas y donde todas las chicas podían ver mi cara de “no me da ninguna vergüenza que me miren fijamente veinte chicas, estoy súper bien”. El profesor se tomó con calma la explicación de cada paso a seguir con momentos especialmente bochornosos como cuando dijo “acercaos más chicas” y teorizó sobre los distintos tipos de cabello poniendo como referencia mi débil y escaso pelo mientras las chicas me rodeaban en una especie de melé y yo me maldecía por no haberme restregado los oídos con más fuerza al ducharme. Justo cuando ya estaba a punto de acabar el corte al profe lo llamaron por teléfono y el muy cabrón se largó a contarle su vida a alguien dejando solas a las alumnas. Todos sabemos qué pasaba cuando íbamos al cole y el profesor se piraba de clase, risas, paridas, jolgorio en general y cuchicheos. Todo ello a mis espaldas. Yo intenté participar de ese jolgorio con un chascarrillo que obtuvo un éxito discreto entre la audiencia así que cerré la boquita y me concentré en leerme con sumo interés los ingredientes de la gomina. Cuando el profesor volvió me dio los últimos retoques, me secó el pelo, me lo peinó con cera y como colofón giró la silla para que toda la clase viese el resultado de frente. Esto era demasiado tentador así que no me pude aguantar y pregunté: ¿Cómo estoy chicas? Y por primera y seguro que última vez en mi vida veinte chicas me dijeron a la vez: “estás muy guapo”.
.